Te tengo tanta envidia, como aquellos que duermen mientras tu los observas, insomne. Aún así tu sonrisa e ignorancia me alegran. Has cambiado, tus dientes tocan la luz del día (y de la luna también). No paras de soñar, de pensar lo invencible que puedes (y podrás) llegar a ser.
Pero perdóname que esta vez, en mi afán de enseñarte, imite tus alas con mis plumas de carroña, alce vuelo y me estrelle, sin ninguna misericordia, contra esta montaña tan peligrosa que tienes en frente. Y junto con el sol, al final de un atardecer, que mi sangre se evapore y tu aprendas de su resplandor, de su quietud, de mi dolor.
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